sábado, 20 de septiembre de 2008

Cuentos de Película - Los Pasillos del Destino

A Darío siempre le llamaba la atención observar cómo las toscas manos del Pete manipulaban, con habilidad de relojero, ese tubito metálico al que trabajosamente rellenaba con hilachas de hilo sisal, mezclado con ese polvito blancuzco. Luego lo comprimía una y otra vez con su dedo índice, que más que dedo parecía un apéndice de cuero terminado en una uña más sucia que la de un mecánico.
A veces le metía virulana, esa malla metálica entreverada que sirve para lavar platos o pulir objetos metálicos y que, contra toda lógica, se quema fácilmente. Pero la Virulana es demasiado cara y a veces no hay disponible, entonces se la rebuscaba metiendo otras cosas, aserrín, papel picado, hilo, lo que consiguiese.
El Rafa miraba la operación con cara de opa, sus facciones huesudas, sus ojeras tan grandes y oscuras que parecían un antifaz, la boca entreabierta, los ojos fijos en las manos laboriosas del Pete. Era evidente que las continuas fumatas del polvito blanco estaban causando estragos en su cerebro y en su cuerpo, pero al Rafa parecía no importarle, a decir verdad, nada parecía importarle.
Es más, a la mayoría de la gente de la villa parecía no importarle nada de nada, la música de bailanta se escuchaba permanentemente de fondo como si todos los días fueran de fiesta. La gente se reía constantemente, los muchachos bromeaban entre ellos, ¿estaban alegres?, se preguntaba a veces Darío, ¿alegres de qué?. En realidad, más que alegría, parecían representar una grotesca, tragicómica caricatura de la felicidad. El consumo de alcohol ayudaba mucho, seguramente, a mantener esa apariencia feliz.
El hermano de Darío, Juan, alias El Mono, también esperaba que el Pete terminara su trabajo, entonces daba saltitos nerviosos mientras frotaba sus manos, con esa delgadez extrema que lo caracterizaba y esas orejas en asa que le ganaron el apodo. Era dos años menor que Darío pero de estatura casi igual, en lo único que se parecían, porque Juan era más salvaje, más independiente, más desprejuiciado.
El Pete observó el tubito de un lado y otro, le dio un retoque y otra apretada al relleno, lo volvió a observar con ojos de experto. Finalmente el resultado pareció conformarlo y entonces estiró la mano en un movimiento automático, repetido centenares de veces, para tomar el encendedor que le alcanzaba el Rafa. Puso la llama en una punta del tubito encendiendo la estopa de hilo, después acercó el otro extremo del tubo a su boca sin separar el encendedor y aspiró profundamente. Su rostro quedó envuelto en un humo grisáceo con aroma acre, exhaló lentamente, como disfrutando, luego aspiró otra profunda bocanada y le pasó el tubito al Rafa que lo esperaba ansioso. Más tarde le tocó el turno al Mono, que repitió el ritual de las dos bocanadas y quedó en un estado que quería parecerse al éxtasis, pero que en realidad daba la impresión de ser una mueca de lo que Rafa imaginaba sería la satisfacción.
Darío se limitaba a observarlos, había aspirado el humo espeso y áspero una vez y no le había gustado, le había dejado un gusto feo en la boca y un dolor de cabeza que le duró varios días. ¿Qué encontraban de bueno sus amigos en ese polvito blanco?, se preguntaba sin encontrar respuesta
Es cierto que por un momento, recién inhalado el humo de la pipa se había sentido más fuerte, más alto, más lindo, más seguro, hasta se sintió rubio de ojos celestes. Por unos instantes tuvo la sensación de que era capaz de encarar cualquier desafío, de que el mundo le quedaba chico, la cabeza le daba vueltas, los pensamientos se le mezclaban, el ruido de la calle y las voces de los otros le parecían un murmullo lejano.
Lo malo fue que ese estado maravilloso le duró media hora, y el dolor de cabeza y las náuseas varios días. Cuando llegó a su casa y se miró al espejo se desilusionó al comprobar que seguía siendo el mismo negro, petiso, feo y miserable de siempre.
Estas actitudes de no integrarse del todo a las costumbres del barrio le habían ganado entre la barra de amigos la fama de raro, raro en el sentido de distinto, entiendasé, no de lo otro, de eso no había dudas.
-Por lo menos no le vayas con alcahueterías a la vieja – le había dicho una vez Juancito.
-No seas salame che, si vos sabes que yo nunca le cuento nada a la vieja- contestó Darío entre enojado y ofendido.
Nunca le cuento nada a la vieja, nunca le cuento nada a la vieja, nunca le cuento nada a la vieja, la frase quedó rebotando en su cerebro por días y días. ¿Haría bien en no contarle nada de lo que veía y oía a su madre? ¿Haría bien en callarse lo que sabía que hacía su hermano? Su madre parecía distraída, parecía no darse cuenta de nada, como muy ocupada en otros asuntos.
Aunque a veces, si uno no tiene soluciones para ofrecer, a lo mejor es bueno no darse cuenta de nada, pensó Darío.
Pero él sabía que el Mono andaba en malos pasos por eso se preguntaba si hacía bien en no decirle nada a su madre. Una vez había visto al Mono, al Pete y al Rafa manipulando un revólver que alguien les había vendido o alquilado y sabía que no lo habían comprado para practicar tiro al blanco, ni para cazar pajaritos. Además, el Mono, a veces, se aparecía con zapatillas de marca, relojes caros, equipos de música. Era evidente que no los compraba. Luego los objetos desaparecían rápido, seguramente vendidos a precio vil para tener efectivo y comprar el maldito polvito blanco.

Su madre miraba la televisión mientras lavaba la ropa de él y de sus cinco hermanos en el fuentón de latón, friega que te friega en la gastada tabla de lavar. En la televisión aparecían siempre tipos elegantes, montados en autos hermosos y brillantes, o en motocicletas impecables, acompañados por tremendas mujeres, de largas cabelleras y hermosos cuerpos, que se arrimaban mimosas a los tipos y parecían adorarlos, ¡lo que puede la guita!, pensaba Darío.
En todos los canales pasaban programas en los cuales se mostraba una vida tan distinta, tan mejor a la suya, tan impensable que parecía ser de otro país, más que de otro país, de otro mundo parecía, pero no, era gente de este mundo y de este país, que hacía derroche de plata, lujo, frivolidad y alegría hasta la obscenidad, gente de mundo, que hoy estaba en Punta del Este y mañana en Europa y luego en New York, con tanta naturalidad como Darío transitaba por las calles de barro que rodeaban a su casa.

Gente que tenía tiempo para hablar de una sarta de pavadas durante todo el día, para bailar en un programa, pelearse con alguien en otro, y comentar una y otra vez lo sucedido en otros varios programas que, como bichos carroñeros, se alimentaban de lo que pasaba en el de la noche. ¿De qué laburarían estos cosos?, se preguntaba Darío a veces. Porque no me digan que eso de hablar pavadas en la tele y bailar medio en bolas en algún programa es un laburo, estos tipos y minas están siempre de joda, pensaba Darío con algo de bronca y mucho de envidia.
A veces se le daba por pensar que esa gente no existía en la vida real, que eran solo personajes de la televisión, pero sin embargo él los veía a diario, cuando trataba de ganarse unos pesos limpiando parabrisas junto al Goma, su otro hermano, el mayor de todos.
Cuando cortaba el semáforo se detenían autos importados, relucientes, como los de la tele, con gente bien vestida, tipos de guita y minas muy fuertes, con olor a perfume, y caras de leonas hambrientas. Lo que más lo impresionaba a Darío eran sus miradas de desprecio, de asco, como si su mano extendida pidiendo una moneda, fuera un insecto repelente, una babosa repugnante que se acercaba reptando.
Había excepciones claro, siempre estaban los que, por lástima o por consideración, les tiraban alguna moneda.
La dignidad es un objeto suntuoso como cualquier otro, pensaba Darío, no todos podían darse el lujo de pretender ejercerla, para muchos es tan inalcanzable como una limusina o un castillo.
-¿Vos pensás que Dios existe?- le preguntó un día Darío a Pedro, alías el Mosca (lo llamaban así por su habilidad para caminar por las paredes de las casas y meterse por las ventanas a robar), su hermano mayor, que le llevaba solo dos años pero que ya había estado en la cárcel varias veces por distintos motivos que no vienen al caso.
- Y claro gil – le dijo el Mosca, -Dios se llama Diego Maradona, y es villero y argentino viejo, que más querés-.
- Yo preguntaba por el otro, por el verdadero – dijo Darío desilusionado
- No sé pibe, a ese no lo vi nunca, no lo conozco, y por lo que veo que pasa acá, si existe, debe estar muy ocupado en alguna otra parte, vaya a saber uno en qué fatos anda el barbudo, porque lo que es a nosotros, no nos da ni pelota - le contestó el Mosca mientras se empinaba de un trago el vaso completo de vino tinto.
-Pero bueno, ahí tenemos como intermediaria a la virgencita de Itatí- le dijo riendo y señalando la pequeña capillita con la estatua de la virgen que se erigía una cuadra más allá.
-Eso si, no te afanes las monedas que le deja la gilada porque esas son mías – .
El Mosca se reía y se servía otro vaso generoso de tinto, era joven pero le faltaban casi todos los dientes.
Cuando Darío contó en su casa que el verdulero de la esquina le había ofrecido darle unos pesos a cambio de repartir verduras a domicilio, la única que pareció alegrarse fue su madre, sus hermanos se rieron y se miraron entre ellos como sin entender. Una vez a solas, el Mosca y el Mono lo jodían porque Darío les dijo que podía llegar a juntar trescientos o cuatrocientos pesos por mes con el reparto.
-Y vos, pedazo de salame, te vas a deslomar todos los días para juntar esa miseria. En una noche de caño con nosotros sacarías veinte veces esa cantidad, gil- le dijo el Mosca tanteando el revólver que ocultaba en su cintura y que su madre nunca había visto, tal vez porque siempre estaba mirando para otro lado.
Darío les gambeteaba a las malas compañías, tenía que convivir con ellos sin que se le peguen los malos hábitos, pero sin parecer un sapo de otro pozo. No era fácil, parecía un delantero habilidoso zigzagueando entre los defensores rivales, escapándole a las zancadillas y las patadas que le tiraba el destino. ¡Qué difícil se hace todo che!- se decía a si mismo o a algún amigo de confianza. Algunas veces te dan ganas de mandar todo a la mierda y dedicarte a la joda como los chabones de la tele.
-Para eso hay que nacer con guita o con suerte- sentenciaba su amigo, a nosotros seguro que nos sacan a patadas nos sacan-.
-¿Será cierto que uno nace con el destino marcado?- le preguntaba Darío a su amigo una noche de verano, mientras acostados en el terraplén del ferrocarril, miraban las estrellas que brillaban como si el cielo fuera una sábana negra toda agujereada, por donde se filtraba la luz de algún farol.
Su amigo se escarbaba los dientes con una pajita que había recogido del suelo.
- Y si, puede ser, para mi algo de eso hay, me parece que cuando uno nace para pito nunca llega a ser corneta – sentenció con una filosofía sencilla pero afilada.
-Es jodido pensar así- dijo Darío – quiere decir que uno tiene que dejarse llevar por la corriente, total, haga lo que haga no podrá cambiar nunca su destino, entonces para qué esforzarse, para qué romperse el coco pensando en salir del pozo, para qué remarla si la corriente en contra te mantiene siempre en el mismo sitio, ¿jodido no?- Se quedó callado, pero haciendo gestos, como si sus contradicciones continuaran en silencio dentro suyo.
Su amigo se había quedado dormido, se escuchaba su ronquido suave y monótono. A Darío no le importaba, a decir verdad él hablaba consigo mismo, su interlocutor era una simple excusa para cubrir las formas, para que no lo tomaran por loco por estar hablando solo, o para convencerse a si mismo de que estaba hablando con alguien.
-Por ejemplo a mi me gusta la Julia, ahora que tengo trabajo estoy juntando unos mangos para comprarle un vestido, uno verde con rayitas blancas que vi. en la feria el otro día. La Julia parece una buena piba, su familia es de terror, pero ella parece de otro palo, siempre prolijita, muy seria. Estudia para maestra creo. Sus hermanos son unos vagos, a veces se juntan con los míos y no creo que sea para nada bueno. Si la Julia me da bola me meto en serio. Su amigo roncaba más fuerte.
Ese día Darío regresaba a su casa después del reparto, estaba contento, Julia había aceptado ser su novia, el vestido verde con rayitas blancas le había encantado, caminaba distraído pensando en que a lo mejor el destino lo escribía cada uno.
Cuando levantó la cabeza vio venir al Mosca y al Mono corriendo, levantó un brazo como para saludarlos. Recién entonces vio que el Mono tenía el revólver en la mano y detrás de ellos pudo ver a tres policías que los corrían a los tiros, uno de ellos levantó la nueve milímetros y disparó, la bala debe haber pasado rozando al Mosca, le pegó a Darío en medio del pecho. Cayó al suelo, primero de rodillas y después de costado. Antes de morir alcanzó a ver que sus hermanos se perdían entre los pasillos de la villa y sintió algo de alivio.
Puede ser que el destino esté escrito, o que cada uno escriba el suyo propio, el problema es que hay demasiada gente que no sabe leer ni escribir.

Autor:
Alfredo Guastavino vive en Munro. Su teléfono es 4765-7051 y su mail aguastav@yahoo.com.ar

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