viernes, 12 de septiembre de 2008

Cuentos de Película: La Leyenda de Coronda

Gervasio Maidana nació séptimo hijo varón de una humilde familia de las afueras de Coronda. Su padre, Hipólito, llevaba en la piel expuesta de su rostro y brazos, las huellas de infinidad de años trabajados de sol a sol en el campo, cosechando frutos que otros se llevarían. Era hombre de mirada dura y andar resuelto. Muy pocas veces se lo había visto reír y en esas oportunidades parecía pedirle permiso a los músculos de su cara para hacerlo. Su esposa Jacinta aparentaba más años de los que en verdad tenía. La giba de su espalda la obligaba a andar con la cabeza gacha, lo que, para su beneficio, hacía apenas visible su mirada triste y su expresión cansada.
El día que nació Gervasio, al ver su sexo, la comadrona exclamó: ¡Lobisón ha de ser! Y Jacinta, Hipólito y los hijos mayores inmediatamente se persignaron mirando al cielo.
Sin embargo, el niño no daba señales de revelar problema alguno y fue creciendo sano y robusto, a pesar de tener su madre una actitud algo distante hacia él. No se animaba la pobre Jacinta a brindarse por entero como lo había hecho con el resto de sus hijos. Tenía la convicción de que algún día irremediablemente lo iba a perder.
En esos años la familia perdió a dos de sus hijos a causa de la difteria, y nació un octavo más tarde, por lo que la población de Coronda perdió la cuenta de cuántos hijos había dado a luz la pareja y cuáles eran los fallecidos. Así fue, que la cuestión del lobisón quedó en el olvido.
Desde pequeño, Gervasio hizo gala de un carácter alegre y jubiloso. Se mostraba cariñoso y afable con todos. Al llegar a la adolescencia floreció en él una privilegiada fisonomía de varón y un físico atlético y vigoroso. Era un joven atractivo y enamoradizo, y esta cualidad lo estimulaba para dirigirse casi todas las tardes hacia la alameda que rodeaba la aguada para ver pasar a las jóvenes muchachas del pueblo que volvían de la molienda. Las miraba embelesado y a su regreso tejía todo tipo de fantasías en su mente apasionada.
Un día, vio pasar a una joven esbelta y llamativa que concitó su atención ya que hasta ese momento nunca la había visto en el grupo de mozas. Descubrió en su modo de andar algo particular. Su figura etérea parecía suspendida en el aire, como si sus pies no necesitaran del suelo para caminar. No pudo Gervasio dejar de fijar su mirada en esos inmensos ojos color azabache, rodeados de largas pestañas. Luego recorrió su pelo brillante y liso como piel de víbora, largo hasta una cintura fina y exquisita, que resaltaba de forma notable la redondez de su cadera. La visión de esa mujer dejó a Gervasio alucinado, preguntándose si era en verdad real o la estaba soñando. Perturbado por su emoción la siguió a cierta distancia hasta llegar al pueblo, y se detuvo cuando la vio entrar al almacén de ramos generales.
Volvió a la alameda al día siguiente y al otro pero ella no pasó. Al tercer día, excitado por no encontrarla, se dirigió resueltamente al almacén y esperó largo tiempo hasta que la vio salir. Amalia llevaba en sus manos una canasta de pan. Gervasio se acercó presuroso y ofreció su ayuda tomando galantemente la canasta.
- ¿Hacia dónde vas?- preguntó
- A la panadería frente a la plaza – contestó la muchacha, mientras disimuladamente apreciaba de soslayo la varonil figura del joven.
- Te acompaño, y si me dices a qué hora vas mañana, vuelvo y te ayudo con la canasta-
- A las cuatro – contestó Amalia.
Este encuentro sería el prolegómeno de un ardiente amor, nacido con un designio adverso. Los jóvenes, que pronto comenzaron a amarse con pasión, se veían en la plaza del pueblo o en los bosques que separaban Coronda de los alrededores donde vivía Gervasio. Cuando estaban juntos, no existían el tiempo ni el espacio. Sólo ellos conocían en qué dimensión transcurrían sus vidas. Una dimensión que no podía ser penetrada por nadie más que por la pareja.
Así sucedieron meses de enardecidos encuentros. Cada día pasaban más momentos juntos y sufrían intensamente cuando debían separarse. Tenían la convicción de que nada podría perturbar ese amor infinito…
Pero algo preanunciado, habría de suceder. Una noche de verano, en que todos dormían, Gervasio sintió de pronto un impulso irrefrenable de levantarse y salir fuera de su casa. No pudo evitar el instinto, y comenzó a caminar hacia las colinas sin detenerse. Mientras marchaba, se regocijaba con los olores nocturnos, a tierra húmeda por el rocío, a flores silvestres, a animal en celo. A poco de andar, la luz de la luna llena sobre su cabeza delató los primeros vellos gruesos que comenzaron a brotar de su piel, cubriendo brazos y rostro. Miró con estupor sus manos peludas en el dorso y sus uñas largas y afiladas. Bajó la cabeza. Sus piernas y todo el cuerpo, aunque no podía verlo entero, estaban totalmente cubiertos de pelos. Las ropas comenzaban a incomodarle. Un sutil olor a animal penetró sus fosas nasales y dejó una fuerte impresión en su mente. Su andar se había transformado. El ruido de sus pisadas sobre la tierra era más intenso. Llevó sus manos a la cara, y las alejó rápidamente al comprobar que no era sólo una suave piel adolescente lo que palpaba. Alzó su rostro al cielo y presa de un intenso aturdimiento, sintió el deseo de aullar. En pocos instantes, el coro de ladridos de perros asustados comenzó a brotar de la espesura. Y desde ese momento, cada noche de luna llena, los aullidos se hicieron familiares para los pobladores de la comarca, quienes confundidos, pensaban que los lobos habían irrumpido una vez más en el lugar.
La desventura comenzó así a invadir sin permiso la vida de Gervasio. Pero su desgracia tenía un atenuante. A diferencia de otros lobisones, él no sentía la necesidad de matar. Su espíritu parecía más necesitado de amor que de sangre. Quizás por ello, las aciagas noches de luna llena, en lugar de buscar presas para ultimar, buscaba denodadamente la casa de su amada y, escondido detrás de un árbol, miraba hacia la ventana de su dormitorio y lloraba desconsolado, pensando en la posibilidad de perder su amor por el seguro rechazo que le produciría su horrible aspecto, si lo viera en esas circunstancias. Se reconfortaba al reflexionar que al día siguiente, podría mostrarle a Amalia, su otra imagen y amarla como de costumbre. Antes de marcharse, cuando se acercaba el amanecer, se deslizaba sigilosamente hasta la ventana del cuarto, cuidando que nadie lo viese, y arrojaba dentro un papel doblado que contenía los versos más bellos que jamás se hubiesen leído en toda la región. Al volver a su casa iba desgajando aullidos tan melancólicos, que sonaban como una serenata de amor. Su música llegaba a los oídos de Amalia, quien muchas veces se preguntaba qué animal sería capaz de expresar aquellos tristes lamentos que la despertaban ciertas noches, y que tanto se parecían a los humanos por los sentimientos que transmitían. Solía quedarse escuchándolos hasta que cesaban. Con el transcurso del tiempo comenzó a esperar con ansias esas noches de lamentos y poemas. Y en la intimidad de su dormitorio leía extasiada esos versos de amor que la embriagaban. Se preguntaba quién sería ese ser anónimo que la amaba tanto o más que Gervasio. Su corazón fue tejiendo una maraña confusa de sentimientos, en los que se mezclaban el amor de Gervasio, los poemas y el enigma que la abrumaba.
Una noche, desde temprano, montó guardia en la ventana esperando descubrir el misterio. Entre ansiedades y desconcierto fueron pasando las horas, pero nada vio, nadie se acercó. Cuando se disponía a dormir, divisó entre las tinieblas de la madrugada húmeda, una sombra con forma animal que huía. Luego de unos minutos, aquellos lamentos que horadaban su alma sonaron con más fuerza que nunca. Elevó entonces su mirada hacia la luna y la vio llena en todo su esplendor. Tuvo de este modo la certeza. El enigma se daba en las noches en que Selene bañaba la comarca con la luz de su plenitud.
En esos días, una tarde en que ella y Gervasio vivían su amor recostados sobre la hierba, el joven, mientras cubría de besos el rostro de su amada, repentinamente tomó sus manos con fuerza inusitada y le pidió que jurara amarlo más allá de cualquier desventura y de todo lo que pudiese acontecer en el universo. Mientras ella asentía, por la mente del muchacho deambulaban las palabras leídas en "El libro de las revelaciones" que mantenía celosamente oculto en su cuarto: "El hechizo se romperá en el preciso instante en que la persona amada bese los labios del lobisón la noche de luna llena". Ese día permanecieron gozando de su amor hasta el anochecer.
Poco tiempo después, Gervasio le pidió ver su belleza a la luz de la luna llena. A pesar de la necesidad de urdir un plan para poder salir a escondidas de su casa, ella accedió e inmediatamente ultimaron los detalles y combinaron la cita. El encuentro sería en la alameda donde se habían conocido.
Ambos esperaron ansiosamente el momento. Para Gervasio fue una tortura infinita. Apenas dormía por las noches, y pasaba buena parte de ellas llorando con desconsuelo. La tristeza y la duda le quitaron el apetito. Su madre comenzó a preocuparse, pero trataba de conformarse pensando que eran cosas de adolescente.
Finalmente llegó la noche en que la luna mostró totalmente su cara a la Tierra y Amalia, a la hora pactada, saltó secretamente por la ventana de su dormitorio, cubierta con un manto negro para pasar inadvertida, y corrió con premura hacia el lugar de la cita.
Gervasio, en tanto, transformada su fisonomía e invadido por la ansiedad y la angustia del encuentro, dos horas antes ya se hallaba atravesando el bosque que llevaba a la alameda. Caminaba nerviosamente, algo sostenía cuidadosamente con una de las garras. Sus fuertes pisadas se escuchaban a distancia. Varias liebres se cruzaron frente a él corriendo espantadas. El corazón de Gervasio latía desesperadamente. Una mezcla de amor, zozobra e inquietud lo embargaba. Pasaban por su mente infinitos rostros con distintas expresiones y en todos, los rasgos de Amalia.
Pero, al llegar a un claro del bosque, un disparo sonó potente y lacónico. El conjunto de perdigones atravesó el cuerpo de Gervasio, lo levantó en el aire y lo volteó inerte boca arriba sobre la hierba.
Los cazadores, ni siquiera se acercaron. Mientras uno exclamaba. "¡Le diste! Uno menos a comerse las liebres", el otro disparó nuevamente sobre una pareja de animalitos en la espesura del bosque y ambos corrieron a buscar las presas.
Amalia esperaría hasta la madrugada para volver a su casa confundida y triste. Ingresó silenciosamente por la ventana, se hundió en la soledad de la cama y lloró hasta que su madre le golpeó la puerta para despertarla. Su corazón dolorido no podía comprender por qué Gervasio había faltado a la cita.
Esa mañana Jacinta, al ver que el joven no estaba en su dormitorio, avisó al marido quien junto a dos de sus hijos salieron en su búsqueda. Tomaron caminos distintos y luego de varias horas recorriendo los alrededores, fue su padre quien encontró en el bosque a Gervasio. Su mirada dura se transformó en un instante y lloró en un estado de infinita e inconcebible desazón, recostado sobre el cuerpo frío, casi rozando el rostro de su hijo petrificado en una expresión indefinida. El mismo rostro de siempre. Uno de sus puños estaba cerrado contra su pecho. Lo abrió y tomó de entre sus dedos un papel doblado en varias partes. En él encontró escritos y dedicados a Amalia, a quien los entregó, los versos más tiernos que jamás haya imaginado. Lloró sin cesar hasta que fue localizado por uno de sus hijos cuando ya el Sol se ocultaba, y seguiría llorando en las sombras de su intimidad hasta el fin de sus días. Sólo él sabía que había encontrado a Gervasio exactamente en el sitio donde la noche anterior había disparado sobre aquel lobo depredador.
Nunca se supo en la comarca quién había sido el asesino del joven.
Cierto día, la sufrida Jacinta halló, mientras limpiaba el cuarto de su hijo muerto, el misterioso libro de las revelaciones. Nada se atrevió a decir. Desde mucho antes de estos acontecimientos había sospechado la amarga realidad. Su amado retoño ya tenía edad suficiente como para transformarse en lobisón y sabía que su destino sería la muerte a manos de cualquiera de los tantos cazadores que habitaban Coronda. Y en pro de salvaguardar la imagen de Gervasio guardaría ese secreto, en su frágil corazón, hasta el día de su muerte.
El mismo día en que Jacinta encontraba el libro y decidía guardar silencio, Amalia supo que llevaba dentro suyo un hijo de la persona a quien tanto había amado.
Si bien la región sería asediada en varias oportunidades por los lobos, ni la joven, ni el resto de los pobladores de la comarca, volvieron a escuchar jamás aquellos aullidos dolientes de las noches de luna llena.

Autor:
Lelia Fochile vive en Carapachay. Actualmente está participando de dos talleres literarios, uno a cargo de Santiago Espel y el otro a cargo de Juan Disante. Su celular es 15-6081-8051, su mail: leliafo@yahoo.com.ar
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