sábado, 23 de agosto de 2008

Cuentos de Película - Rojas

La preceptora nos pidió que, sentados, esperásemos en silencio a la nueva profesora. Los más bravos se pararon y alguno hasta se animó a tirar un bollo de papel. Las chicas siguieron con sus charlatanerías y los del fondo comenzaron a golpear sus escritorios con ritmo murguero. Le comenté a mi compañero de banco que la suplente sería la salvación; nadie podía ser tan implacable como Rodríguez, el profesor titular de biología, a la hora de una prueba. Con unos buenos machetes podría alcanzar el nueve que necesitaba para no llevarme la materia a diciembre.
- Alumnos, de pie, la señora Rojas.
El silencio irrumpió en el aula una vez que la puerta estuvo abierta. Tenía el cabello negrísimo, largo casi hasta la cintura, la piel blanca como una perla y los labios pintados de un rojo carmesí que hacía juego con las enormes flores estampadas en su vestido beige. El golpeteo de sus tacos contra el piso la acompañó hasta que estuvo parada al frente de la clase. Una voz grave y melódica quebrantó aquel mutismo.
- Soy la profesora suplente de biología, mi nombre es Miriam Rojas y vamos a estar juntos hasta fin de año, así que espero nos llevemos bien. Pueden sentarse.
Las chicas se miraron con gestos incrédulos de tener frente a sí a una mujer tan bonita. Algunos varones se patearon por debajo de los bancos y otros no necesitaron siquiera hacer una mueca.
- Es la viuda de la vuelta de la canchita –pensé en voz alta - La conozco, esta mina a mi viejo lo tiene loco – le susurré a boca torcida a mi compañero, aprovechando el barullo que todos hicieron al sentarse.
No lo podía creer. A la tal Rojas, en el entretiempo de un partido en la sociedad de fomento, mi viejo le dijo un piropo y la mina se dio vuelta y le pegó un cachetazo. Observé todo desde la puerta del club, pero para que mi viejo no se sintiera mal, jamás le confesé que había presenciado aquella escena. Más de una vez la había visto en las cercanías de la canchita y siempre me llamó la atención el blanco níveo de su piel y la tersura de sus piernas. Mi vieja, a la que no se le escapa nada, me dijo un día que la cruzamos cerca del Vélez.
- ¿A vos también te parece linda esa señora, no? A tu papá ya lo agarré mirándola desde los ventanales del club. Hace poco enviudó y creo que es profesora o algo así.
Cuando la preceptora anunció que Rodríguez había pedido licencia por enfermedad, todos sentimos un gran alivio. A pocos les interesó la gravedad de lo que padecía; lo realmente importante era que a la hora de rendir el examen de fin de año fuera otra persona, y no él, quien estuviese al frente del aula.
De nuestro convaleciente profesor de biología podían destacarse muchas cosas: los impecables trajes, el brillo de cada una de las hebillas de su maletín de cuero, su portentosa voz, la claridad para explicar la lección de turno o la templanza para decirle a cualquiera que no tenía la menor idea de lo que estaba hablando, pero sin duda, su principal cualidad era la sagacidad que tenía para darse cuenta que uno se estaba copiando.
Cuando Rodríguez tomaba una prueba caminaba entre las filas de bancos simulando examinar su corbata, estudiar las manchas de humedad del techo o contabilizar las baldosas del piso, pero todos sus sentidos estaban, en realidad, atentos a atrapar al malhechor que quisiera copiarse de algún machete o a aquel que intentara, a tontas y locas, buscar ayuda en el compañero más próximo, que siempre estaba lejos, ya que Rodríguez dividía la clase en seis temas.
Dios había escuchado tanto ruego y se había apiadado de nosotros y del resto de las divisiones que lo tenían a cargo de su materia. “El inmortal”, como lo venían llamando en secreto innumerables camadas de alumnos del Nacional 23, estaba enfermo, y con ello decenas de chicos habían resucitado: el milagro de aprobar biología era posible.
- ¿Alvarez?
- Presente, señorita – respondió, bajo la hipnosis de aquellos labios rojos, el primero de la lista.
La verdad es que era muy bonita la nueva profesora. Desde el día que le pegó el bife a mi viejo, comencé a buscar cualquier excusa para ir al club con el deseo de cruzármela por el barrio. Se me fue tornando una obsesión que se acentuó el día que entró al aula y supe que la tendría frente a mí, al menos, tres horas por semana. A partir de aquel momento biología se transformó en mi materia favorita. Estudié denodadamente cada lección que ella explicó y a la clase siguiente siempre fui el primero en levantar la mano para contestar sus preguntas. Creo que a partir de la cuarta clase ella comenzó a mirarme de una manera distinta. En un juego, para el que tuve que reunir muchas agallas, decidí que la miraría a los ojos tiempo completo, hasta que ella lo notara; y lo notó.
Evitaba mirarme, y cuando yo levantaba la mano para responder me decía: “usted contesta siempre, deje que participen los demás”. Seguí estudiando y seguí levantando la mano, hasta que llegó el día del examen de fin de año. Estaba preparado como nunca lo había estado para una prueba y no me asustaron las veinte preguntas que nos planteó.
Me extendí tanto en las respuestas que cuando sonó el timbre del recreo aún me faltaban responder tres preguntas. Le pedí a la profesora continuar bajo su supervisión, pero de nuevo, sin mirarme, me dijo que el tiempo se había terminado para todos.
En caso de tener todas las respuestas correctas, a cincuenta centésimos por pregunta, calculé que nunca iba a llegar al nueve que necesitaba. En el recreo me acerqué hasta la sala de profesores y pedí hablar con ella un minuto.
- Ya le dije, Panzotti, el examen terminó.
- Es que necesito un nueve, y no sé si llego.
- Se hubiera acordado antes. Ahora, discúlpeme, tengo que ir a otra clase.
Cuando nos devolvió el examen y vi que me había sacado un ocho cincuenta quise llorar, pero aguanté estoico. Esa mañana ella tenía puesto el mismo vestido beige con flores rojas que había traído el día que llegó al colegio, los mismos zapatos y el mismo rojo en los labios. Quise hablarle, pero mirándome fijo a los ojos se negó a escuchar mis súplicas.
- Panzotti, este no es el momento ni el lugar – susurró arqueando sus cejas.
Quedé atónito, intentando comprender aquella frase. Fui hasta mi banco y estrujé lentamente aquella prueba, pensando cuál sería el momento, y cuál el lugar. A la tarde, en casa, le comenté todo al desenfadado de mi hermano mayor, que sin titubear me dijo: “¿No me dijiste una vez que sabias donde vive? Esa mina quiere que vayas a la casa. Hacele caso a tu hermanito” me palmeó el hombro y se fue con el mate a la cocina. Una vez, poco antes de que se presentara como profesora suplente, la había seguido sin que se diera cuenta; vivía justo atrás de la canchita.
Fui a preparar el bolso para irme a entrenar al club con el consejo alocado de mi hermano dando vueltas en la cabeza. En pleno entrenamiento, en el partido que jugábamos titulares contra suplentes, me quedó la pelota picando frente al arco que estaba de espaldas a su casa. Nunca supe si lo hice adrede, pero le pegué tan mal a aquella pelota que pasó por arriba del alambrado y fue a dar, calculamos todos en ese momento, a la casa de la vecina. Cuando terminó el entrenamiento, el técnico no me dejó escapatoria.
- Dale, burro, vos la colgaste, vos la vas a buscar.
Salí corriendo seguro de lo que iba a hacer, pero cuando estaba dando vuelta a la esquina, a treinta metros de la casa de Rojas, fui aminorando el paso. La presentación de la profesora, el vestido beige, los labios rojos, la pregunta dieciocho y el consejo de mi hermano me pasaron por la mente como una película. Mis pasos se fueron acortando y estaba más transpirado en ese momento que cuando hicimos la entrada en calor. Me detuve frente a la puerta de madera, acomodé un poco mis rulos, respiré hondo y toqué el timbre.
Estaba más bella que nunca, con una camisola blanca y una pollerita de jean. No recuerdo si tenía puesto algo en los pies.
- A buen entendedor, pocas palabras, Panzotti – me tomó de la mano y me llevó sin rodeos hasta su cuarto.

Autor:
Adrián Tanus participa del taller literario de Santiago Espel, en Biblioteca Bernardo Delom. Su mail es adrianmt2000@yahoo.com.ar, y su teléfono 15-6162-8708. Sus escritos pueden encontrarse en: www.cuatropuentes.blogspot.com
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